Cobijada entre los brazos de su padre, una pequeña niña bebía la leche del biberón de las 5 de la tarde. Mientras succionaba el chupón, su mirada estaba fija en aquél hombre, quien en esos momentos sólo pensaba en la grandeza y el reconocimiento que recibiría por su tesis de maestría. Más aún, él estaba convencido acerca de su destino glorioso como líder de multitudes.
No podía ser de otro modo, desde niño quería ser alguien importante y la vida se encargaría de mostrarle el camino para lograrlo. Sólo era cuestión de esperar el momento propicio, pues él suponía que sería temporal la situación de precariedad por la que atravesaba.
La bebita seguía comiendo sin inmutarse por la megalomanía de su padre. Estaba en buenos brazos, se sentía amada, protegida y la leche estaba calientita.
Aquél hombre caminaba cargando a su niñita por el pequeño y frío departamento, sumido en una sesuda reflexión acerca de las estrategias políticas a seguir en las próximas semanas; hasta que se terminó la leche y la bebita se inquietó. Entonces comenzó a mover sus manitas, sacando del ensimismamiento a su padre.
«¡Muy bien princesa! ¡Por fin te acabaste tu lechita! Espero que te duermas pronto, seas buena y me dejes trabajar en la computadora.» -exclamó el hombre con las ansias de volver a concentrarse en sus delirios. Así que levantó a su hija pegándola a su cuerpo y la cargó poniéndole una de sus manos en la espaldita para hacerla repetir. Al mismo tiempo comenzó a arrullarla… pero la niñita no se durmió.
Aquél papá se estaba desesperando. El mundo no se transforma enmedio de un oscuro departamento mientras das el biberón a una niña. La bebita sonrió, el padre hizo una mueca. ¿Cómo hacerla dormir? Molesto la recostó en su cuna, pero más tardó en soltarla que la niña en llorar con ese aturdidor sonido de sobrevivencia.
«¡Ya duérmete! ¡Necesito ponerme trabajar!», fueron las palabras que se le ocurrió exclamar a ese desesperado papá. La bebita sólo lloró; lloró un llanto más fuerte para que la cargaran. El hombre se pasó las manos por su cabeza tratando de resolver el absurdo dilema sobre cómo dormir a su hija y así ponerse a trabajar en asuntos verdaderamente trascendentes.
Levantó a su hija con sus manos y mirándola le gritó enojado: «¡Ya duérmete! «. Sin embargo, la niña siguió llorando. Aquél hombre estaba realmente alterado, con el cuerpo tenso, las emociones revueltas y el pensamiento confuso. La niña lloraba y lloraba.
Fue entonces que ese atolondrado papá miró los húmedos ojos de su hijita enrojecidos de tanto llorar y algo se quebró dentro de él… se vió a sí mismo siendo un bebé, solo, muy solo en una cuna. Nadie lo acompañaba en esa habitación, no había papá, no había mamá, no había nada. Y entonces también lloró lágrimas de tiempos muy remotos.
Abrazó a su hija, la pegó a su pecho y le dijo: «¡Lo siento pequeña!». Así que comenzó a arrullarla y le cantó la primer canción que se le ocurrió, una de Silvio Rodríguez, y simplemente le cantó desde su corazón:
«Yo quiero una princesa convertida en un dragón
yo quiero el hacha de un brujo para echarla en mi zurrón
yo quiero un vellocino de oro para un reino
yo quiero que Virgilio me lleve al infierno
yo quiero ir hasta el cielo en un frijol sembrado y ya.»
Una, y otra, y otra, y otra vez cantó ese padre ésta canción,
hasta que su pequeña hija se durmió.
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Jesús Piña
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